Thursday, November 29, 2007

El monstruo de ojos rotos

Vence la noche al fin, y triunfa mudo
el silencio, aunque breve, del ruido.
Góngora

Eran las seis de la tarde y aún el inmenso sol de agosto luchaba por no apagarse. , dije yo, mientras me tocaba los talones. Voy. Cuando entré, mamá tristana estaba sentada a la mesa como quien mira el cielo caerse: tenía la mirada fea, de bruja, como me decía el abuelo cada vez que nos ponía esa cara de araña espantosa.

¿Sabes la hora que es?, me dijo mamá tristana mirándome fijamente a los ojos con su feroz mirada de bruja rompecielo. Ni pienses que te mandas solo, mijito. En ese instante de ciento un años, sus ojos y los míos se miraron rabiosamente aturdidos, como queriendo caerse a puños durante otros ciento un años más. En cuanto regrese… tú y yo arreglaremos cuentas…

¿Quién sabía lo del monstruo roto, aparte de mí? La tía nana, tal vez. En todo caso, si ella sospechaba de mí era por dos razones: o bien porque sabía que hoy me fui muy temprano a la escuela, o bien porque ayer me acosté apenas pasó lo que pasó. Eso pensaba. Aunque a decir verdad, si sospechaba de mí era, simple y llanamente, porque como buena nana se la pasa todo el día metida en la casa viéndolo todo, oyendo hasta las agujas caer.

Anocheció, y a cada paso un susto y otro y otro. Estaba justo ahí mamá tristana, a punto de llegar, siempre a punto de llegar. Sin querer, la imaginé convertida en un monstruo feo y repugnante que se comía la casa conmigo adentro. También la imaginé entrando a la casa como una arpía rabiosa, con ganas de romperme la piel a pedazos, como si yo fuera un monigote de papel. Sin embargo, al cabo de los minutos, me decía a mí mismo que no, (que nunca jamás), que mamá tristana no sabía nada. Estaba asustado de verla entrar por la puerta y que me gritara al oído palabras horribles de fuera de mi casa, manos de tientaculo. Apenas y respiraba. Miraba hacia afuera y respiraba. Y todo pasaba sin pasar nada, sin ruido ni tiempo: de vez en cuando era la puerta de la casa haciéndose añicos en el silencio de la noche y el desprendimiento casi imperceptible del rojo y el añil de las paredes y el cielo.

En ese preciso instante de tiempo no era yo recostado a la madera, sino otro. El espejo, tal vez. El cuadro gris con un niño azul pintando. El monstruo roto, pedazos de cosas haciéndose y deshaciéndose infinitamente. De pronto mamá tristana llegó con la noche encima. Y yo, yo estaba justo allí como un rostro azul en la pared, escondido tras otros tres rostros azules. Casi me caí para atrás, cuando se me acercó y me dijo… no sé, no sé que me dijo... Lo único que sé es que ella me veía con ojos de ira y que yo, entre dientes y palabras, me comía gustoso sus labios y sus ojos, victorioso de nuestra guerra de miradas enfurecidas. Aunque la mayoría de las veces era yo el que la miraba a los ojos: me veía justo allí convertido en un malabarista de circo intentando atrapar aquel monstruo de ojos rotos que caía y caía hasta seis veces al suelo desde la repisa.

El silencio era de miles de años en el tiempo. Luego, un murmullo ensordecido: una voz afuera gritaba a los cuatro vientos algo incomprensible: eso veo, un hombre apuñalado acostado sobre un largo tronco sin ramas. Cosas así traía la noche bajo el brazo. Lloré, sin querer. La veía allí y me sentía preso del miedo, castigado para siempre entre aquellas paredes rotas, azules; castigado sin la tarde, sin la prima Empusa haciendo su telaraña de mil hilos apenas calentaba el sol todas las mañanas todos los días sobre los árboles y el tendedero.

A veces pensaba en la voz de mamá como en una voz vieja, casi olvidada no te quites los zapatos, pues andando así, descalzo, nunca podrás caminar bien como todo el mundo. No te toques esa herida, o se te abrirá más. Casi había olvidado lo que me decía siempre. Aún así la herida me dolía de vez en cuando, aún sin pensar en ella. Ese es tu talón de Aquiles, azorazur.

El abuelo entró a la cocina pálido de ira. Su voz se oía por sobre la voz de mamá tristana y la de la tía nana juntas. Los veía pelearse a regañadientes, pero en verdad nadie decía nada: oía sus voces entre montones de ruidos y silencios finamente entretejidos. Los veía por la rendija de la puerta.

(De repente imaginé al abuelo como un cascarón viejo, seco y cayendo a pedazos al suelo, como si también él fuera un monstruo de ojos rotos)

El abuelo no paraba de gritar: gritaba cosas feas sobre lo que vendría. Otras veces gritaba cosas sobre mí y me decía vete de aquí, azorazur, y cada vez que me lo decía yo presentía que eso haría algún día, me iría para siempre, aunque nunca me iba del todo: estaría siempre allí junto a mamá tristana encerrado, preso, a centímetros de las paredes, como si fuera una mosca pegada a su telaraña.

Luego de gritarse, el abuelo salió y se fue. En tanto, mamá tristana como siempre se fue a su cuarto a encerrarse y a llorar. Solo la tía nana se quedó conmigo y me dio pan y manzanas. Callaba como por callar, como por rabia. Entonces me dio pan y se fue a la cama. No así el abuelo. Quien al rato entró a la cocina y me dijo: ¿Por qué tan pálido, manos de tientaculo? ¿Piensas que alguien por ahí te va a venir a pegar? Sí, dije yo, asustado. ¿Y ese alguien te ha pegado alguna vez acaso? Entonces quita ya esa cara de grillo asustao. El abuelo se echó a reír como si en verdad nada hubiera pasado. Si te pega, procura que no te pegue en los ojos, mi pequeño azorazur. Piensa mejor en portarte bien y ya.

Había salido sin sangre ni heridas de entre los brazos de la Empusa. Me sentía contento y con ganas de echarme a reír yo también. Entonces recordé lo mucho que me gustaba a mí salir corriendo al patio a abrazar al abuelo. Y así lo hice esta vez: corrí muy rápido hasta su cuarto y justo allí entre sus ojos, entre sus párpados, dos pequeñas pepitas de añil.

Hice silencio. Dormí.

-Yoel Villa -(03)
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